Mente. Tu memoria te miente
Sin embargo, atónita, escucha al psiquiatra que su hijo no ha desaparecido, por el simple hecho de que no ha existido; que sus recuerdos del pequeño son mentiras de su mente enferma; una mente capaz de crear y creer en ocho años de imágenes, de palabras, de afectos que nunca existieron.
Es el argumento de la próxima película de la actriz Julianne Moore, un thriller que inquieta porque siembra la sombra de una duda sobre la veracidad de nuestros recuerdos. ¿Podemos confiar en nuestra memoria? Sobre todo, teniendo en cuenta que sin recuerdos no hay identidad: no hay yo. La memoria episódica, o autobiográfica, un puzzle de imágenes dispersas que nos une con nuestro pasado y nos enlaza con nuestro futuro, forma con sus capítulos nuestra identidad. ¿Está libre de manipulaciones? La respuesta es: no. Quizá, como los replicantes de Blade Runner, todos somos una suma de falsedades. O de verdades a medias.
“Este tipo de memorias”, explica Ignasi Morgado, catedrático de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona, “se graban en el cerebro de tal forma que sufren cambios. Con el tiempo se relacionan con otras parecidas, que las modifican, se mezclan con nuestro pensamiento, con las nuevas experiencias que hemos vivido”. ¿Todos tergiversamos los recuerdos? “Seguro. En mayor o menor medida, los alteramos en el énfasis dado a los elementos que los componen, en sus relaciones con otros acontecimientos o, lo más común, en su ubicación en el tiempo y en el espacio”, señala Morgado. ¿Y podemos incorporar recuerdos enteramente falsos? “Al menos, un 25% de la población es susceptible de hacerlo”, asegura Elizabeth Loftus, psicóloga de la Universidad de Washington dedicada a la investigación de los falsos recuerdos. En uno de sus experimentos, más de un tercio de los participantes “recordó”, tras unos minutos de charla, que Bugs Bunny los había abrazado en una visita de su infancia a Disney World. Sólo hay un “pequeño” problema: el conejo animado pertenece a la Warner, no a Disney. Otro estudio, de la Cornell University, logró convencer al 50% de un grupo de niños de tres y cuatro años que había vivido algo –pillarse la mano e ir al hospital– que nunca había sucedido. Hay muchos ejemplos y algunos son dramáticos.
Estalla la polémica
Hace una década, los periódicos reprodujeron un escándalo cuyo guión no tenía nada que envidiar al de Blade Runner, la película de Ridley Scott que cuenta cómo se les introducen recuerdos humanos a robots llamados replicantes. A principios de los años noventa, en EEUU varios terapeutas tuvieron que indemnizar con cuantías millonarias a sus pacientes, a quienes habían hecho creer mediante hipnosis y técnicas de sugestión que, durante su infancia, habían sido víctimas de abusos –en no pocas veces, a manos de sus familiares–, violaciones, malos tratos... Las supuestas víctimas “recordaron” con todo tipo de detalles escenas demenciales de sexo, cultos satánicos, rituales caníbales, abortos... sólo tras someterse a aquellas sesiones de hipnosis regresiva pero hacia 1996, varias pruebas periciales sacaron a la luz la verdad: sus recuerdos eran falsos, implantados, como los de la replicante Rachel de la película Blade Runner. Las preguntas insistentes de los terapeutas, su presión hacia los pacientes para que recordaran, sus “sugerencias” habían modificado sus recuerdos. La polémica hizo que la falibilidad de la memoria se convirtiera en vox pópuli. Este caso es extremo, pero los psicólogos han llegado a una conclusión parecida en otros campos; uno de ellos es, por ejemplo, el jurídico.
Mente. Tu memoria te miente
Cuando otros lo dicen...
Nadie duda de la veracidad del discurso de quienes han presenciado un delito; baste citar una investigación realizada también por Loftus –quien, por cierto, demostró que los terapeutas habían “introducido” los recuerdos sobre violaciones que acabaron en los tribunales–, quien comprobó el poder de convicción de los testigos en un simulacro de homicidio con robo. Entre sus voluntarios, sólo un 18% votó por la condena sin contar con testimonio alguno; sin embargo, sí lo hizo un 72% de los que escucharon a un testigo, y un 68% de los que contaron con la declaración de una persona miope que no llevaba gafas en el momento del crimen. A pesar de esta fe ciega, los psicólogos saben que la palabra dada es una de las pruebas menos fiables para saber cómo ocurrieron los hechos. He aquí una anécdota ilustrativa: tras hablar en televisión de la poca fiabilidad de los testimonios en los juicios, el psicólogo Donald Thompson, especialista en memoria, fue detenido por la policía. Una mujer le acusaba de haberla violado; algo imposible, porque él se encontraba en el plató. Lo que había ocurrido es que le había visto en un televisor justo antes de la agresión, y su mente había confundido a Thompson con el atacante. Diversos estudios han demostrado que un simple cambio de palabras en un interrogatorio –en un caso de accidente, por ejemplo, preguntar cómo se estrellaron o cómo se golpearon los vehículos– cambia el recuerdo; que la presión para que el testigo reconstruya los detalles también lo hace; que la información posterior al hecho lo distorsiona... y hasta que algunos podemos rememorar detalles, y aspectos que nunca se dieron. ¿Por qué? Porque nuestra memoria no es una grabación, sino una reconstrucción de la realidad a partir de pocos detalles –vulnerables ante los cambios– que guardamos en el cerebro.
¿He sido yo?
Los adultos han “recordado” haberse perdido en unos grandes almacenes de niños, fiestas de cumpleaños con payasos, terribles infecciones... todas ellas falsas. El cine, que tanto jugo ha sacado a la memoria, nos da otro ejemplo: Recuerda, de Hitchcock. Por si la memoria te falla: un hombre –Gregory Peck– suplanta a un psiquiatra al que, supuestamente, asesinó. El problema es que él no recuerda nada, pero se inculpa del hecho y llega a creer que es el asesino. Un experimento mucho menos dramático –a los voluntarios sólo se les acusó de estropear un ordenador– lo ha demostrado. Saul M. Kassin, del Williams College, ha analizado a estos “falsos culpables”, que presuntamente rompieron el PC al presionar una tecla errónea. Primero lo negaron, pero cuando un supuesto testigo dijo que lo había visto, muchos no sólo firmaron una confesión, sino que fabularon detalles sobre el hecho.
La memoria no es una grabación de los hechos. Platón la define como una jaula en la que se van metiendo y sacando pájaros en función de que se quiera almacenar o recuperar información. Pero es una jaula compleja, llena de compartimientos y pasillos que los conectan, en la que más que pájaros, existen esqueletos incompletos: un ala, una pata, algunas notas de un canto... Al recordar, nuestra mente “mediada a su vez por nuestras expectativas, intereses, estado de ánimo”, coge uno de esos elementos (que también fue “grabado” según nuestra particular forma de ver el mundo) y lo reconstruye en una escena lógica, coherente y plausible, es decir, inventada. De una pluma nace un pavo real; pero quizá, en su origen, fuese de pato. Preferimos recordar –a menos que seamos depresivos– lo positivo. Y normalmente organizamos nuestras recreaciones del pasado en estructuras narrativas, dotándolas de sentido, palabras y secuencia temporal, con lo que a menudo nuestros recuerdos son historias que cambian cada vez que las contamos (o nos las contamos), y que a veces adquieren, además, recuerdos de otros que nos hablan del mismo suceso o de algo relacionado. Cada vez que recordamos, olvidamos un poco. “Cada vez que recreamos un recuerdo, lo cambiamos; porque no es una reproducción, es una reconstrucción en la que intervienen nuestros sentimientos, lo que cambia nuestro interés por los detalles de ese episodio. El recuerdo cambia, y nos creemos los cambios, y puede llegar un momento en que el recuerdo sea completamente diferente del suceso original; ya no es memoria, es reconstrucción”, explica Morgado. Un ejemplo: “Estamos en un bar, y aunque deseamos que el de al lado nos mire, no lo hace. Al día siguiente lo recordamos de forma similar. A los tres meses creemos que nos vigilaba de reojo, y al año, estamos convencidos de que nos espiaba constantemente. A los tres años, le cuentas a tu amigo que X estaba enamoradísimo de ti, y lo crees”. ¿A quién no le ha ocurrido algo parecido? Es fácil comprobar estos lapsus de memoria. Podemos utilizar a nuestros hijos o sobrinos como conejillos de indias, y seguir las pautas del experimento que realizó Jacqueline E. Pickrell, asociada de Loftus: les pidió a los voluntarios que trataran de recordar sucesos de su infancia que habían corroborado sus padres. Había tres reales y uno falso, que relataba cómo se habían perdido en un gran almacén cuando tenían cinco años. Un 29% afirmó recordarlo en una primera entrevista; en las dos siguientes, la cifra sólo se redujo a un 25%. Es probable que alguno de nuestros “conejillos de indias” lo rememore también si le decimos que es real. ¿Qué ha ocurrido? Su memoria puede haberlo reconstruido a partir de un detalle de un recuerdo similar, afianzado por nuestra palabra. Hay personas más tendentes que otras a cambiar el pasado: “Depende de la personalidad, de su emotividad, de su sinceridad consigo misma...” Y algunos tan sugestionables (ese 25% que señala Loftus), que incorporarán a su recuerdo lo que otros les sugieran.
Mente. Tu memoria te miente
Recuerdos de ratas
“La memoria se basa en cambios en la estructura de las neuronas, en sus moléculas, en sus genes. Esos cambios hacen posible la memoria, pero, a la vez, la hacen imposible. Y es que, cuando vuelven a cambiar (ante un nuevo estímulo, información o actividad), la información representada en ellos o se modifica o se olvida”, recalca Morgado. Joe LeDoux, de la Universidad de Nueva York, demostró en 2000 que cuando un recuerdo vuelve a la conciencia se hace lábil, modificable. Para ello, condicionó a un grupo de ratas a asociar un sonido con una descarga eléctrica; al día siguiente, comprobó que ante el mismo tono quedaron paralizadas de miedo (recordaron), pero no recibieron el shock eléctrico; en ese momento, aplicó a algunas de ellas una inyección en la amígdala, para inhibir la síntesis de proteínas que permite que un hecho permanezca en la memoria. Al día siguiente, repitió el sonido amenazador. Las que no habían recibido inyección sintieron el mismo miedo, porque recordaron lo que había sucedido 48 horas antes; sus compañeras, no. Y sólo funcionó cuando el inhibidor se aplicaba en el momento del recuerdo, es decir, cuando éste vuelve a la mente para hacerse susceptible de influencias, de cambios.
Como asegura, parafraseando a Schacter, el catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid José María Ruiz-Vargas, en su obra Memoria y olvido: “La memoria humana es a la vez poderosa y frágil, y su fragilidad se refleja a través de una gran variedad de errores (ilusiones, confusiones, distorsiones, cambios, codificación deficiente, recuperación fallida, recuperación excesiva, etc...)”, pero –se preocupa de recalcar algunos párrafos antes– algunos de estos fallos tienen valor adaptativo; por ejemplo, dice: “Una de las funciones necesarias de la memoria es olvidar la información irrelevante”.
Sea como sea nuestra memoria, frágil o férrea, veraz o confusa, necesitamos creer en ella, porque es, valga el juego de palabras, lo que somos. Así lo expresa el protagonista de la película Desafío Total cuando, una vez inmerso en una complicada confusión de recuerdos implantados y reales: –Kuato: ¿Qué quieres, Douglas? –Douglas: Lo mismo que tú. Recordar. –Kuato: Pero, ¿por qué? –Douglas: Para ser yo otra vez.
Fuente: revista Quo |