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EL ARTE DE LA ESTRATEGIA

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Zhuang Zi

Pensamiento de Oriente > China

El texto a continuación pertenece al capítulo XIII de la obra "El Libro del Maestro Trascendente de Nan Hoa" única obra que ha llegado a nosotros de Chuang-Tse, quién vivió hacia fines del siglo IV y comienzos del II a.C.

Continuando la tradición taoísta, Chuang-Tse se presenta como maestro esoterista del camino de realización interior a través del cumplimiento de las posibilidades del ser humano y de la superación de la individualidad. Profundamente enraizado en los conceptos de
Lao Tse, expone la doctrina del "no actuar", la meditación de los "Hombres Verdaderos" y una concepción sagrada de la vida opuesta a la visión individualista y analítica de la realidad, común a los sofistas confucianos.

El influjo del Cielo, ejerciéndose continuamente, produce todos los seres. El influjo del Hombre Verdadero, propagándose uniformemente, hace que todo se le someta. El que intuye el influjo del Cielo, que está en relación con los Hombres Verdaderos, el que reconoce la virtud irradiada por el Emperador, sabe concentrarse en la paz meditativa del no actuar, por el cual todas las cosas alcanzan cumplimiento. La paz meditativa del Hombre Verdadero no es producto de una habilidad específica, no es lo que el mundo llama actividad: proviene de la actitud profunda de su ser, cuyo equilibrio nadie puede perturbar.

Cuando el agua está perfectamente tranquila yace límpida y refleja hasta los pelos de la barba y de las cejas de quien se mira en ella. No hay nada que busque más el equilibrio y el reposo que el agua; y por eso es con agua con lo que se mide el nivel (por el nivel de agua). El agua obtiene de la inmovilidad su nitidez, y así también lo hace el espíritu vital. El corazón del Hombre Verdadero, perfectamente calmo, espeja el universo que a su vez refleja al Cielo y a la Tierra y a todos los seres.

Paz, vacío, silencio y no actuar son la esencia del universo, la perfección del influjo del Principio. Los Emperadores iluminados y los Hombres Verdaderos de la antigüedad conocieron este influjo a través del cual realizaron lo Incondicionado, penetrando en la verdad de las leyes universales. No interviniendo ellos mismos, dejando los cuidados de lo particular a los gobernadores, estaban exentos del placer y de los afanes, y podían encaminarse por el camino de la inmortalidad.

Paz, vacío, silencio y no actuar son la raíz de todas las cosas. La intuición de esta verdad constituye la virtud de un Emperador como Yao y de un ministro como Sciun. Quien ha comprendido esta verdad puede reinar como Emperador sobre el destino de los hombres, y como Hombre Verdadero sobre los espíritus de los hombres. Viva como anacoreta o ejecute una función entre los hombres, su virtud será reconocida, los hombres se volverán espontáneamente a él.

Del no actuar surgen las meditaciones de los Hombres Verdaderos y las acciones de los grandes Emperadores; no intervenir asegura el honor; dedicarse a lo puro y a lo simple eleva sobre todas las cosas. Comprender la naturaleza del influjo del Cielo y de la Tierra, que es un no intervenir benévolo y tolerante, he allí la "Gran Raíz", el "Gran Origen", el concordar con el Principio. Practicar una no intervención análoga en el gobierno del Imperio, he allí el secreto del acuerdo con los hombres. Y la armonía entre los hombres es la gloria humana, la felicidad de aquí abajo; la armonía con el Cielo es la gloria celeste, la beatitud suprema.

¡Oh Gran Ejemplo mío, Tú que destruyes todas las cosas sin ser cruel! ¡Tú que vivificas sin ser bueno! ¡Tú que fuiste antes del tiempo y no tienes edad! Tú que cubres todo como el Cielo, que sostienes todo como la Tierra, que eres el autor de todo sin tener una habilidad específica. Por eso está dicho: "Aquel que en vida conoce la alegría celeste, actúa como el Cielo, y a su muerte padecerá solamente modificación del elemento físico; sin obrar comunica al Yin la modalidad pasiva, obrando comunica al Yang la modalidad activa: ¡He aquí la suprema beatitud! El iluminado poseedor de esta beatitud no se lamenta ya con el Cielo, no posee ningún resentimiento contra los hombres; nada físico puede herirlo, está al abrigo de cualquier influencia. Su acción se confunde con la del Cielo, su reposo con el de la Tierra. Las influencias errantes no lo atormentan, las fuerzas inferiores no penetran su intimidad. Su equilibrio le gana la soberanía sobre la creación."

Proseguir el camino del Principio, en el Cielo y en la Tierra, en todos los seres, tal es la celeste alegría. Esta felicidad es el secreto del corazón del Hombre Verdadero, cuya influencia benéfica se expande por todo el Imperio.

Fieles imitadores del Principio, y de su influjo por el Cielo y por la Tierra, los iluminados Emperadores de la antigüedad se ocupaban del no hacer, y dejaban la acción a sus súbditos. Sin intervenir regían el Imperio, sin gastar su energía vital: si hubieran recurrido a la acción, toda su energía habría sido inadecuada para el fin propuesto. El conocimiento de los Emperadores antiguos abrazaba el universo entero, sin necesidad de conocer analíticamente las cosas. A pesar de que su capacidad hubiera resuelto todos los problemas, no se servían de ella

El Cielo no da el nacimiento a los seres, y sin embargo ellos nacen. No es la Tierra la que hace crecer a los hombres, y sin embargo crecen. Así el Emperador, no actuando, prospera a sus súbditos. Por eso está dicho: "Nada hay más misterioso que el Cielo, nada más inagotable que la Tierra, nadie es más grande que el Emperador iluminado". Y también se nos ha trasmitido: "La virtud del Emperador lo iguala al Cielo y a la Tierra". Su influjo, indefinido como el del Cielo y el de la Tierra, actúa en todos los seres, mueve a los humanos. Lo esencia está en la raíz, lo accidental en las ramas. El Emperador enuncia los principios, sus ministros los aplican a los casos concretos.

Recurrir a las armas, que es la más baja forma de intervenir, a los castigos y las recompensas, que son la más baja forma de la educación, al ceremonial y a las leyes, que son la más baja forma de gobierno, a la música y a los vestidos, que representan la más baja forma de la felicidad, a las danzas, las nupcias, los funerales y a las demás cosas que tanto ocupan a los Confucianos, no son si particularidades que el Emperador deja establecer a sus oficiales.

No se debe sin embargo pensar que los antiguos ignoraban el estudio de lo particular: se dedicaban a ello, pero no permitían que tal estudio precediera al de lo esencial. Existe de hecho un orden natural fundado en la relación recíproca entre el Cielo y la Tierra y en el movimiento cósmico. El soberano es superior al ministro; el padre a los hijos; los primogénitos son superiores a sus hermanos; los viejos a los jóvenes, el hombre a la mujer; el marido a la esposa; y ésto porque el Cielo es superior a la Tierra. Consideremos la estaciones y notemos que la primavera y el verano preceden al otoño y al invierno. Todo ser pasa por fases sucesivas de vigor y de decadencia, lo que es dictamen del movimiento cósmico; y por eso desde tiempo inmemorial los ancestros preceden a todos los demás. En las aldeas los ancianos son venerados; en los negocios nos sometemos al más sabio. Tal es el orden que desciende del Principio: faltar a él equivaldría a no tener en cuenta al Principio.

En la antigüedad, en conformidad con el Principio, lo primero que se consideraba era el modo de obrar del Cielo y de la Tierra; de este binomio se sacaban las nociones del deber y de la equidad, después las relativas a las funciones públicas, consecuentemente las forma y los nombres. A continuación venían las nociones referentes a las ocupaciones según la capacidad de cada uno, la discriminación de lo justo y de lo injusto, finalmente las recompensas y los castigos. Los sabios y los hombres comunes tenían deberes propios particulares; el noble y el humilde ocupaban sus respectivos puestos en la sociedad. Y estando los hombres cualificados y los mediocres, cada uno, llevado de sus propias tendencias, fue necesario establecer una distinción entre las capacidades, y adoptar una nomenclatura adecuada. Y por tal motivo fue escrito: "Donde hay una forma, hay también un nombre". De esta manera, los mejor cualificados servían al Emperador asegurando la prosperidad de los súbditos, a los que educaban con el ejemplo sin constricción alguna, obedeciendo el modo de obrar del Cielo y de la Tierra. Tal era la edad de la paz absoluta, del gobierno perfecto.

Los antiguos poseían en verdad las formas y los nombres, pero no les daban la preeminencia; no se fantaseaba, no se discutía de ello, como hacen los sofistas hodiernos. Era necesario atravesar cinco fases para llegar a las formas y a los nombres, y superar otras cuatro para tratar de las recompensas y de los castigos.

Se buscaban entonces todas las soluciones en las raíces, en el origen, en el Principio que lo abarca todo. Y así, considerar las cosas de lo alto constituía la superioridad de aquel gobierno; mientras que pasar directamente a las formas y a los nombres equivale a perderse en las particularidades - como hacen los sofistas contemporáneos - , es de nuevo ignorar su origen.

Los que argumentan en sentido contrario no hacen sino invertir el procedimiento para llegar al conocimiento del Principio: sería mejor que se dejaran guiar por otros antes que pretender gobernar.

Pasar directamente a las formas y a los nombres, a los castigos y las recompensas, equivale en verdad a tomar la parte instrumental del gobierno, no a conocer su principio; no se destina sino a los que tienen conocimientos limitados; puede valer para los administradores, pero no sirve para regir el Imperio. De hecho las ceremonias y las leyes por supuesto existían entre los antiguos: habían sido dispuestas por los gobernantes para utilidad de los súbditos, pero ciertamente no se contaba con ellas para asegurar la prosperidad.


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